Homilía del Arzobispo de la Misa de la Fiesta del Corpus Christi

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Agencia Católica de Noticias

Homilía del Arzobispo de la Misa de la Fiesta del Corpus Christi

19 de junio en la Misión San José

Después de la liberación de Egipto, todos los sacerdotes judíos debían ser descendientes de Aarón. Los animales a menudo se ofrecían como víctimas en sacrificios religiosos, no como el fruto de la tierra y el trabajo de las manos humanas, como el vino y el pan. Pero el sacerdocio de Melquisedec es mucho más antiguo. No sabemos su origen ni sabemos si tuvo descendencia. Melquisedec es un misterioso rey-sacerdote. Su nombre significa rey de justicia.

Melquisedec prefigura simbólicamente a Jesús al bendecir a Abraham, de quien debía surgir el pueblo de Dios. Cuando Jesús asume el papel que le corresponde como sumo sacerdote, lo hace en el orden de Melquisedec, que no tiene principio ni fin, en lugar del sacerdocio aarónico. Jesús es verdadero Hombre, pero también es verdadero Dios. A través de él y en él, la divinidad y la humanidad son inseparables. Él es la Nueva Alianza entre Dios y la humanidad. Él es “sacerdote del Dios Altísimo”.

Él está más allá de la comparación. Su sacerdocio es eterno y divino. Él es también la víctima del sacrificio. Jesús es el único mediador entre Dios y el hombre, cabeza del nuevo Pueblo de Dios: la Iglesia.

En Jerusalén -la ciudad de Melquisedec- antes de su Pasión y Cruz, Jesús alimenta a los apóstoles con su propio cuerpo y sangre en forma de pan y vino en la cena pascual, en la que solía sacrificarse un cordero sin mancha. El Padre envía a su Hijo a alimentar a su Pueblo. Jesús es el Cordero de Dios que se ofrece como víctima sacrificial para alimentarnos con su propia vida.

Siendo Dios, Jesús no necesita más que su intención de ofrecerse por nosotros. Puede utilizar los signos más sencillos, como el pan y el vino, fruto de la tierra creada por Dios y producto de nuestro propio trabajo. Jesús diviniza todo lo humano, especialmente el amor que nos identifica con Dios -que es amor- y así el Espíritu Santo nos lleva a formar familias y comunidades. Jesús santifica los sacrificios y el trabajo que realizamos para suplir las necesidades de los demás.

Al hacer de nuestra vida un continuo sacrificio de parte de Cristo por el bien de los demás, por medio de nosotros se ofrece al Padre para alimentar el cuerpo de su Pueblo.

Celebremos el don que Dios nos da a través de nuestros padres. Así como celebramos el Día del Padre, celebremos también el don que los padres hacen de sí mismos, proveyendo para sus familias, esforzándose en protegerlas, dando ejemplo, acompañando y exigiendo con ternura para que cada hijo dé lo mejor de sí. Papás, acordaos de San José y haced lo posible por imitarlo, como él se esforzó por representar a Dios Padre ante la naturaleza humana de Jesús.

La Iglesia es realmente el Cuerpo de Cristo. Por ella el Señor se hace verdaderamente presente en el mundo. Jesús mismo dijo: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). La expresión visible de la Iglesia es la asamblea de los fieles reunidos para celebrar la Eucaristía.

El Señor se ofrece para alimentarnos, comenzando por el pan de la Palabra, a través del cual nos invita a compartir nuestros dones para alimentar a los demás en su nombre. El Papa Francisco dice que una bendición “convierte una palabra en un regalo”. En el evangelio de hoy, esos dones están representados por cinco panes y dos peces. Jesús abre nuestros dones y los multiplica a través de su propia acción de gracias al Padre.

El obispo o presbítero que preside la celebración, lo hace participando del único sacerdocio de Cristo, siendo parte del Cuerpo como su Cabeza. Es Cristo quien se ofrece al Padre por nosotros a través de la persona del sacerdote en el memorial de su único y eterno sacrificio. Así nos nutre física y espiritualmente con su propio Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, que se hacen real, verdadera y sustancialmente presentes bajo la apariencia del pan y del vino.

Al final de la historia del evangelio hay doce canastas llenas de sobras. El número doce representa las doce tribus que componían el pueblo de Israel.

Alimentados por el Cuerpo de Cristo, que nos hace partícipes de su propia vida, somos enviados a alimentar a todos los pueblos con el mismo pan. En otras palabras, Jesús nos envía a anunciar a todos que él es el pan que da vida eterna a todo el que se alimenta de él. Como él, debemos abrirnos, compartir y distribuir los dones que recibimos y así permitiremos que prosiga nuestra transformación en Él y en Él.

Nuestra Señora de Guadalupe, gracias por darnos a tu Hijo, que nos alimenta con su propio Cuerpo y nos hace uno, como Él y el Padre son Uno con el Espíritu Santo.

¡Feliz Día del Padre!