Location: Catedral de San Fernando
Para el antiguo pueblo de Dios, todo estaba relacionado con Dios. Sin embargo, a veces se les pasaba la mano y también le echaban la culpa a Dios de lo malo que les pasaba. Nosotros sabemos que Dios es infinitamente bueno. Dios no puede querer el mal. Aun así, nos queda otro misterio: ¿Por qué permite Dios el mal, siendo que es todopoderoso? El por qué permanece en el misterio, pero Jesús si nos dice para qué, mediante los misterios de su Pasión, muerte y Resurrección.
A pesar de cuánto nos ha amado Dios, nosotros seguimos siendo pecadores. Podemos identificarnos con los jefes de los sacerdotes y el pueblo en la primera lectura, que “pecaron sin cesar”. Ellos se burlaron de los profetas y “menospreciaron sus palabras”. De la misma manera, los líderes del pueblo manipularon a la multitud y a Poncio Pilato para burlarse de Jesús, menospreciar sus palabras y crucificarlo. ¿Y nosotros, no acaso hacemos lo mismo con nuestra obstinación en el pecado? El Papa Francisco ha comentado que a veces no podemos vivir en la luz porque nos acostumbramos a la oscuridad, como “murciélagos humanos”. Si habláramos de nosotros mismos, ¿cómo completaríamos esta frase?: “Tanto amo yo al mundo que…” ¿O cómo completaríamos esta otra frase?: “Tanto amo yo a Dios que…” ¿No acaso muchas veces preferimos las tinieblas a la luz, y acabamos desterrados de la vida santa en la que somos invitados a permanecer?
Verdaderamente Dios nos ama con una misericordia que no alcanzamos a comprender. Jesús es la verdadera vida, pero además, él nos invita a participar de su propia misión. Al venir a caminar con nosotros, Jesús nos hace sus propios compañeros de camino. Él es el camino. Nos ofrece también su amistad y su cercanía. Se vuelve nuestro alimento con su Cuerpo y con su Sangre. Así nos fortalece para que podamos caminar con él. El Señor no se da por vencido. Su misericordia es más grande que todos nuestros pecados. Él es la verdad de nuestra salvación. Vivir en la verdad no consiste en conocer muchas cosas, sino en corresponder al amor de Dios.
Todo es gracia y bendición para quien decide pertenecerle solo a Dios. La Encarnación del Hijo de Dios es la plenitud de los tiempos. Al hacerse Hombre, Dios, que es eterno y que todo lo abarca, estira nuestro tiempo y nuestros límites a su propia talla. Dios, que es amor y don de Sí mismo, se desborda en dones para nosotros al hacerse hombre. Pero parece que no le basta, entonces sufre como nosotros. Sufre por nuestra culpa. ¡Sufre nuestras culpas para destruirlas con su Resurrección! “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn). ¡Es verdad que a Dios nada se le escapa! Si aceptamos ser Pueblo Santo de Dios, al final todo estará bien.
El Papa Francisco nos invita en la cuaresma a mirar el crucifijo en silencio, “mirar sus heridas, mirar el corazón de Jesús, mirar el conjunto: Cristo crucificado, el Hijo de Dios, aniquilado, humillado… por amor. (…) Dejemos que el amor de Dios, que envió a Jesús para salvarnos, entre en nosotros y la luz que trae Jesús, la luz del Espíritu entre en nosotros y nos ayude a ver las cosas con la luz de Dios, con la verdadera luz…”
Que Santa María de Guadalupe nos ayude a ser Pueblo Santo que camina en la luz de su Hijo, Cristo Jesús.