La Eucharista Sana las Heridas del Alma

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Location: Congreso Eucarístico Nacional – Indianápolis

Introducción

Queridos hermanos y hermanas en Cristo, a lo largo de los siglos y de las últimas décadas, el progreso científico ha permitido que cada vez más la medicina penetre más profundo hacia las causas de las enfermedades. Un buen ejemplo son las vacunas y todas las demás estrategias de medicina preventiva, que de algún modo nos “sanan” incluso antes de que nos enfermemos. Sin embargo, por más avance que haya, toda intervención médica nos viene de fuera. En el mejor de los casos, la medicina de este mundo sana o previene lo que nos sucede, pero no transforma quienes somos.

A diferencia de la ciencia y la tecnología médicas, el Espíritu Santo viene a nosotros desde dentro, pues de Dios hemos recibido quienes somos. Aunque consumimos las especies eucarísticas mediante la misma operación física con la que ingerimos alimentos, es el Espíritu Santo quien hace presente a Cristo en la Iglesia y en nuestros corazones por la Eucaristía. Es el Espíritu Santo quien nos hace Iglesia. Por obra del Espíritu Santo, Cristo se hace presente a través de la asamblea reunida en torno al Obispo, signo visible de la comunión con el Señor, por lo que “toda celebración legítima de la Eucaristía es dirigida por el Obispo, ya sea por su propio ministerio, ya por ministerio de los presbíteros, sus colaboradores”1.

A través del Bautismo hemos sido hechos hijos de Dios. El agua es el signo exterior de algo que el Espíritu Santo realiza en nuestro interior, por lo que somos transformados en miembros del Cuerpo de Cristo e injertados en la vida divina de la Santísima Trinidad. Por el Bautismo somos hechos capaces de participar en la Eucaristía, precisamente porque nos transforma en el Pueblo nacido de la Eucaristía y por medio del cual Cristo se hace presente en el mundo con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.

Al hacernos partícipes de Cristo y formar un solo cuerpo con él, la Eucaristía, que se hace presente por la Iglesia y a la vez forma a la Iglesia, también sana las heridas de la Iglesia peregrina y de sus hijos fieles. Sigamos reflexionando sobre el profundo misterio de este sacramento, que se encuentra en el corazón de nuestra fe. La Eucaristía es más que un rito; es la fuente y cumbre de nuestra vida cristiana. Exploremos este poder sanador a través de las lentes de la fe, la esperanza y el amor.

Medicina para la fe

La Eucaristía es fundamentalmente una medicina para nuestra fe. Como nos recuerda Santo Tomás de Aquino, la Eucaristía es el alimento espiritual que sostiene y aumenta la vida del alma. De la misma manera que el cuerpo necesita alimento material para ser preservado en su existencia y para reparar sus fuerzas, también el alma necesita alimento espiritual para mantener su vida espiritual2.

Al recibir la Eucaristía somos nutridos por la misma vida de Cristo, la fuente de toda gracia y verdad. Este sacramento fortalece nuestra fe, permitiéndonos vivir con mayor fidelidad nuestra vocación bautismal. Es a través de la Eucaristía que recordamos nuestra identidad como hijos de Dios, amados y redimidos por la sangre de Cristo.

San Ambrosio explica de manera hermosa el poder transformador de la Eucaristía con estas palabras:

“Tal vez dices: ‘Mi pan es común’. Sin embargo, este pan es pan antes de las palabras sacramentales; en cuanto sobreviene la consagración, el pan se convierte en el cuerpo de Cristo. Por lo tanto, probémoslo. ¿Cómo es que lo que es pan puede ser el Cuerpo de Cristo? ¿Por medio de qué palabras y de quién, se hace entonces la consagración? Las del Señor Jesús”3.

A través de la consagración, el pan ordinario se convierte en el extraordinario Cuerpo de Cristo, un prodigio misterioso que nos invita a permitir que el Espíritu Santo haga más profundas nuestra fe y nuestra confianza en las promesas de Dios. Al participar de este alimento sagrado recordamos que no estamos solos; somos parte del Cuerpo Místico de Cristo, unidos con todos los demás creyentes a través del tiempo y el espacio.

Medicina para la esperanza

La realidad completa de lo que seremos al final de nuestra peregrinación por este mundo, se ve oscurecida tanto por el pecado original como por nuestros pecados actuales, así como por el misterio de la muerte. Sin embargo, como nos dice el apóstol y evangelista san Juan: “Hermanos queridos, ahora somos ya hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Juan 3, 2).

La Eucaristía nos da un anticipo de este futuro glorioso. Al participar del Cuerpo y la Sangre de Cristo, participamos en la comunión de los santos. Como les decía, el Cuerpo Místico de Cristo trasciende el tiempo y el espacio. La Eucaristía nos permite prever lo que seremos, uniéndonos con los santos y ángeles en un banquete celestial que anticipa la plenitud del Reino de Dios.

Ya desde los primeros años de la Iglesia, san Ignacio de Antioquía señalaba los siguientes elementos que integran nuestra fe eucarística, a la vez trayendo sanación a cada uno: En primer lugar, participamos de una misma fe, cada uno en particular y todos unidos. En segundo lugar, somos conscientes de que toda gracia nos viene del nombre de Cristo. Luego, es nuestra fe en Jesucristo la que nos reúne. Creemos que el Señor es a la vez Hijo del Hombre, del linaje de David e Hijo de Dios. Nuestra comunión se sostiene por la unidad de mente con el obispo y su presbiterio; es decir, por profesar obediencia de fe a Cristo a través de los sucesores de los apóstoles y sus colaboradores, los sacerdotes. Participando así, como asamblea, partimos un mismo pan que es “medicina de inmortalidad, antídoto para no morir y alimento para vivir en Jesucristo por siempre4. Esta profunda verdad nos llena de una esperanza capaz de vencer cualquier tristeza, recordándonos que nuestro destino último es la comunión eterna con Dios.

Medicina para el amor

La Eucaristía es también la medicina que sana nuestra incapacidad de amar. San Juan nos dice: “Hermanos queridos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios. Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1 Juan 4, 7). Dado que la Eucaristía es el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo, entonces, es la misma sustancia del amor divino. Al recibir la Eucaristía, no solo se transforman las especies eucarísticas en parte de nosotros.

Como nos lo ha dicho el Concilio Vaticano II,

“La santa madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la Liturgia misma y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano, ‘linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido’ (1 Pe., 2,9; cf. 2,4-5)”5.

Mediante nuestra participación plena, consciente y activa en la celebración eucarística, somos transformados en el amor de Dios, capacitados para practicar las obras de misericordia corporales y espirituales6 que son, como nos recuerda el Papa Francisco, el “protocolo sobre el cual seremos juzgados7.

La Eucaristía no es solo un signo de caridad mutua y un vínculo de comunión cristiana, sino también un símbolo de ese único Cuerpo del que Jesucristo es la Cabeza y al que deseaba que estuviésemos unidos como sus miembros por el vínculo más estrecho de la fe, la esperanza y la caridad, para que todos creamos lo mismo y no haya diferencias de corazón entre nosotros8.

San Agustín nos enseña que, en los sacramentos,

“una cosa es la que vemos y otra la que entendemos. Lo que vemos tiene aspecto corporal; lo que entendemos, fruto espiritual. (…) Por lo tanto, si quieres entender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol que dice a los fieles: ‘ustedes forman el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro de ese cuerpo’ (1 Cor 12, 27). En consecuencia, si ustedes son el cuerpo de Cristo y sus miembros, sobre la mesa del Señor está puesto el misterio que ustedes mismos son. Reciben el misterio que ustedes son. A eso que ustedes son, responden ‘Amén’, y al responder así lo afirman. Escuchas, pues: ‘Cuerpo de Cristo’, y respondes: ‘Amén’. Sé miembro del cuerpo de Cristo, para que tu ‘Amén’ responda a la verdad. (…) Comprendan y disfruten: unidad, verdad, piedad, caridad. Un único pan: ¿Quién es este único pan? Siendo muchos somos un único cuerpo. Traigan a la memoria que el pan no se hace de un solo grano, sino de muchos. (…) Sean lo que ven y reciban lo que son”9.

Como les decía, al participar en la Eucaristía no solo se transforman las especies eucarísticas en parte de nosotros, sino que nosotros nos convertimos en lo que recibimos. La Eucaristía nos comunica la vida de Cristo, haciéndonos instrumento y sacramento de su amor en el mundo. Este amor nos impulsa a realizar actos de caridad, a acercarnos a los marginados y a llevar sanación a los heridos. Es a través de estos actos de amor que son sanadas las heridas de la Iglesia y las de cada uno de sus miembros. Esta obra de sanación comienza por los propios operarios de la obra de Cristo, mientras vivimos el mandamiento de amarnos unos a otros como el Señor nos ha amado.

Conclusión: Remedio para la imperfección humana

Para ser alcanzados por el poder sanador de la Eucaristía, debemos comenzar por reconocer nuestras propias imperfecciones. Estamos llamados a una misión totalmente inmerecida y para la cual somos portentosamente indignos. No obstante, es precisamente en nuestra debilidad donde se manifiesta la misericordia del Señor. La Eucaristía no es un regalo para los perfectos, sino un remedio para los quebrantados, una fuente de fortaleza para los débiles y un faro de esperanza para los pecadores. Más aún, la Eucaristía es la misión que recibimos los mismos enfermos para sanar a otros. Es precisamente por nuestra aceptación de la misión de Cristo, mediante el reconocimiento de nuestra indignidad de criaturas pecadoras, que comenzamos a ser sanados al esforzarnos por llevar a otros el poder sanador de la Eucaristía.

El Papa Francisco ha dicho:

“Cada vez que recibimos el Pan de Vida, Jesús viene a dar un nuevo sentido a nuestras fragilidades. Nos recuerda que a sus ojos somos más valiosos de lo que pensamos. Nos dice que se complace si compartimos con Él nuestras fragilidades. Nos repite que su misericordia no teme nuestras miserias. La misericordia de Jesús no teme nuestras miserias. Y, sobre todo, nos cura con amor de aquellas fragilidades que no podemos curar por nosotros mismos: ¿Qué fragilidades? Pensemos: la de sentir resentimiento hacia quienes nos han hecho daño —esta no la podemos sanar solos—; la de distanciarnos de los demás y aislarnos en nuestro interior —esta no la podemos sanar solos—; la de autocompadecernos y quejarnos sin encontrar descanso —tampoco esta la podemos sanar nosotros solos—. Es él quien nos sana con su presencia, con su pan, con la Eucaristía. La Eucaristía es una medicina eficaz contra estas cerrazones. El Pan de Vida, de hecho, cura las rigideces y las transforma en docilidad. La Eucaristía sana porque nos une a Jesús: nos hace asimilar su manera de vivir, su capacidad de partirse y entregarse a los hermanos, de responder al mal con el bien. Nos da el valor de salir de nosotros mismos y de inclinarnos con amor hacia la fragilidad de los demás. Como hace Dios con nosotros. Esta es la lógica de la Eucaristía: recibimos a Jesús que nos ama y sana nuestras fragilidades para amar a los demás y ayudarles en sus fragilidades10.

El Señor, en su infinita misericordia, elige sanar el mundo a través de nuestras manos imperfectas. Al recibir su Cuerpo y su Sangre, somos capacitados, por el poder del Espíritu Santo, para llevar a cabo su misión de misericordia, sanando el mundo mientras él mismo sana nuestros corazones. La Eucaristía es el sacramento del amor divino que sana las heridas del alma, uniéndonos con Cristo y entre nosotros en un vínculo de fe, esperanza y caridad.

La Eucaristía sana las heridas de la Iglesia peregrina al ir sanando uno a uno a sus hijos fieles, así como nos sana a cada uno al sanar el Cuerpo de Cristo herido por nuestras culpas. La Eucaristía es la medicina que requiere nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor. Nos va sanando al transformarnos, con nuestra participación, en el Cuerpo de Cristo. Al mismo tiempo, nos va capacitando cada vez más para llevar al mundo el amor sanador del Señor.

Roguemos a la Madre de la Eucaristía, nuestra Madre Santísima de Guadalupe, que con su ternura incremente nuestra contrición, reverencia y gratitud, para acercarnos a Jesús Eucaristía permitiendo que la Medicina Celestial sane y nutra nuestras almas, fortaleciendo nuestra determinación de vivir nuestra vocación bautismal de discípulos misioneros con fidelidad al amor de Dios.

1Instrucción General del Misal Romano, 92.
2Cf. Suma Teológica, III, q. 79, a. 1
3De Sacramentis, Libro IV, Capítulo 4.
4Carta a los Efesios, XX, 2.
5Sacrosanctum Concilium, 14.
6Cf. Mt 25, 35-37; Prov 19, 20; 1 Cor 1, 25; Mt 7, 1-2; Mt 7, 5; Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, Apéndice.
7Papa Francisco, Gaudete et Exsultate, 95.
8Cf. Concilio de Trento, Sesión XIII, Capítulo II.
9Sermón 272.
10Ángelus, Plaza de San Pedro, 6 de junio de 2021.

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