En esta tercera escala dominical de nuestro camino cuaresmal, que coincide con la Memoria de Conchita, la liturgia nos ofrece una vez más la imagen del recorrido por el desierto. Sobre la piedra de los mandamientos, las tribus descendientes de Jacob aceptan ser pueblo de Dios. A quien quiera ser liberado y salvado, Dios le insiste que debe ser parte de su pueblo. El Señor guía y cuida a su pueblo en el camino de su liberación.
Aunque el pueblo rompe la alianza mil veces, Dios permanece fiel. Al final del camino del pueblo de Israel, Jesús se revela como la plenitud de la ley y la alianza. Él mismo le dijo a Conchita: “Yo soy el Camino y me presento a ti en la Eucaristía, que es el camino que buscas entre oscuridades, camino seguro aunque lleno de espinas”1. Él es nuestra verdadera identidad como Pueblo de Dios. Sin embargo, aceptar al Señor significa permitirle dar un vuelco a nuestras vidas, como lo hizo con las mesas de los mercaderes del templo.
El pueblo que el Señor alimentó con el maná del desierto es figura del pueblo eucarístico. Para ser miembros del pueblo de Dios, no podemos adorar hechura alguna de manos humanas. Sólo hay un Dios verdadero. Aun así, con frecuencia el pueblo se va detrás de dioses falsos. También ofrecen sacrificios a Dios cuando su corazón está lejos del Señor. Pensaban que era suficiente con ofrecer sacrificios de animales, pero con corazón arrogante y altanero. Sin embargo, Dios se fija en el corazón. “Ven a Mí con humildad y confianza, con ardiente amor”, le dice Jesús a Conchita. “Y después, contémplame, calla, goza y admira, abismándote en lo profundo de Mí mismo y de tu nada”2.
Jesús denuncia el error de un culto externo, meramente aparente, que convierte la religión en mercadeo. El Señor proclama que lo que verdaderamente agrada a Dios es que le ofrezcamos nuestro corazón contrito y humillado. Jesús mismo nos muestra el camino, que es él mismo.
El Señor nos dice: “El que quiera venir en pos de mí, debe negarse a sí mismo, tomar su cruz y seguirme”. (Mc 8,34).
Como explica el Papa Francisco, Jesús vuelca las mesas de los cambistas en el templo como una “llamada al culto auténtico, a la correspondencia entre liturgia y vida; una llamada válida para todos los tiempos y también hoy para nosotros. (..) Y la Cuaresma”, nos dice el Papa, “es el tiempo favorable para todo esto, es el tiempo de la renovación interior, de la remisión de los pecados, el tiempo en el que somos llamados a redescubrir el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación, que nos hace pasar de las tinieblas del pecado a la luz de la gracia y de la amistad con Jesús”. Por eso le dijo Jesús a Conchita: “Aviva tu fe y resucitarás, porque Yo doy la vida a los que quiero, y a ti quiero dártela y en abundancia. Abre tu ser para recibir esa vida. Sal del sepulcro de tus pecados, levántate y anda; ven y sígueme”3.
El verdadero culto, la verdadera religión, la verdadera relación con Dios, consiste en ofrecer y entregar la vida en favor de los demás por amor a Dios. Por eso dice San Pablo, en la primera lectura, que “nosotros predicamos a un Cristo crucificado”. Para el mundo esto es absurdo, es escándalo o locura. Sin embargo, para nosotros es “fuerza y sabiduría de Dios” (1 Cor).
Aun así, el anuncio cristiano es todo lo contrario de una exaltación del dolor. Lo que exaltamos es el gran amor de Dios por la humanidad. Jesús le dijo también a Conchita: “No tiembles, no temas, que soy el amable Jesús. Ten fe, y llega sin temor en los brazos de mi Madre a ese altar desde donde mis ojos te buscan entre la multitud. Ven, ven, que soy Yo, que Yo soy”4. Dios no nos saca del desierto; nos infunde su Espíritu en nuestros corazones, que nos recuerda los mandamientos como hoja de ruta por el desierto, para aprender a amar a Dios y al prójimo como lo hace Jesús.
Santa María de Guadalupe, ayúdanos a hacer lugar en nuestros corazones para el amor de Dios.
1Cabrera de Armida, Concepción. Yo soy, Ediciones Cimiento y Editorial La Cruz, 2003, P. 60.
2Ib., Pp. 69-70.
3Ib., P. 17.
4Ib., P. 30.